El efecto de la Herida de los Cielos en los poderes de Europa fue inmediato y profundo. El Vaticano había sido borrado de la faz de la tierra y las rutas comerciales más prósperas del continente se habían convertido en una pesadilla devastada por la tormenta. Ante el desastre físico y las amenazas metafísicas y teológicas que se avecinaban, el líder de los estados prominentes de Europa acordó un acuerdo de paz apresurado, la primera e impactante respuesta para protegerse de un daño mayor.
Aunque solo las tierras más occidentales de los otomanos habían sufrido directamente, la mayor parte de su fuerza marítima había sido destruida en las aguas por las convulsiones mediterráneas.
Francia y España estaban igualmente asediadas, y los pocos barcos que habían sobrevivido a los repentinos maremotos eran demasiado pocos para satisfacer las demandas de suministros de una población hambrienta de todo un continente. Esos barcos que se atrevieron a enfrentarse a las lluvias torrenciales y a los fuertes vientos, a menudo eran acosados por corsarios del norte de África provenientes de embarcaderos ocultos. En tiempos tan difíciles, su cargamento a menudo valía más que el oro.
Se habían perdido flotas militares y comerciales enteras y las tierras que alguna vez alimentaron a las ciudades en crecimiento ahora eran páramos o tierras devastadas.
La hambruna y el crimen corrían desenfrenados en los asentamiento más grandes a medida que la comida comenzaba a escasear. Aquellos que no se amotinaron por los aumentos diarios en el precio del pan huyeron de las peligrosas calles hacia el santuario que representaban los campos abiertos, para intentar valerse por sí mismos en lugar de confiar en la rapaz especulación de la clase mercantil. Muchos murieron, al estar tan mal preparados para cultivar, cazar o pescar como para defenderse de los extraños espíritus y los animales hambrientos que ahora merodeaban por la oscuridad del campo.
El bandidaje aumentó rápidamente cuando la desesperación llegó a aquellos con los medios adecuados para tomar lo que se necesitaba. Compañías de soldados que habían jurado estar al servicio de sus monarcas abandonaron sus juramentos para valerse por sí mismos. Establecieron peajes en las carreteras y acecharon a las esporádicas caravanas que se movían a través de colinas y bosques. Estos robos se sumaron a la difícil situación de los habitantes de la ciudad que se sentían asediados por estas fuerzas externas, obligados a matar todos los animales, alimañas y bestias de carga que pudieran encontrar. Los jóvenes, viejos y enfermos murieron por miles, sus cuerpos se apilaron sin ceremonias en fosas comunes más allá de los límites de la ciudad, bendecidos apresuradamente por el puñado de sacerdotes que se habían atrevido a quedarse en sus parroquias después de la que muchos consideraban la revelación de la furia de Dios.
Desde las plagas de hace unos cuantos siglos, la muerte había acechado la tierra tan despiadadamente. A pesar de los pactos de sus gobernantes, la gente tenía hambre de guerra, acusando a sus vecinos de ser demonios glotones que no compartirían su abundancia. Su desesperación los cegó de la realidad de que todos estaban sufriendo por igual.
Muchos ciudadanos se tomaron la justicia por mano para liberar a los víveres de otros, formando ejércitos campesinos que deambulaban por el campo, aunque la mayoría de las veces caían unos sobre otros antes de llegar a una ciudad o pueblo en otro país.
El llamado a la acción beligerante también provino de generales y capitanes, y en aquellos países donde la nobleza aún dominaba, había muchos en la aristocracia que calentaron las orejas de sus monarcas con ruegos para reclamar viejas tierras perdidas en guerras lejanas.
No fue la humanidad ni la necesidad mutua la que paró los pies de los gobernantes de Europa. La realidad es que no había ningún estado en el continente que pudiera financiar una guerra, ni tenía los medios para alimentar a un ejército. El simple hecho de mantener el orden en sus capitales y en los principales centros comerciales llevó las arcas hasta sus límites y las deudas fueron difíciles de saldar debido una incipiente crisi monetaria en los bancos de Europa. La anarquía dominó gran parte de los campos en Francia, España, el antiguo Sacro Imperio Romano y los Balcanes. Simplemente no había nada que las autoridades reales o estatales pudieran hacer para hacer cumplir sus leyes en las regiones más remotas de sus tierras.
Cuando se acercaba un invierno más amargo que cualquier otro, parecía que Europa iba a desgarrar.
De los poderes navales que habían ido en aumento, Portugal, los Países Bajos e Inglaterra fueron menos vilipendiados por los acontecimientos. Al ser de menor tamaño en general, los gobernantes mantuvieron un control más estricto sobre sus habitantes. Las circunstancias también les fueron favorables porque tenían poca presencia en el Mediterráneo antes de la llegada cataclísmica de la Herida de los Cielos. Si bien muchas antiguas potencias habían perdido flotas enteras, las suyas estaban relativamente intactas y listas para explotar el Nuevo Mundo que se estaba creando en América y Asia. Aun así, había una antigua autoridad marítima que rápidamente volvería a tener mayor importancia: la flota mercante de Venecia.
Fuente: Manual de Carnevale, TTCombat.
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